Hace años leí este relato, me gustó y lo guardé. Y aquí está:
"El fuego de la chimenea hacía el ambiente más acogedor, contribuyendo así al aire de paz y tranquilidad que se respiraba en toda la casa. Fuera, el viento agitaba las ramas de los árboles y la oscuridad ya se había adueñado de todo. Mis padres y yo nos encontrábamos en casa de mis abuelos. Era Navidad y teníamos como tradición pasar esas fechas junto a ellos.
Estaba colocando los platos sobre la mesa, cuando dirigí la vista hacia mis abuelos. Estaban recostados en unas butacas, junto al fuego. Sus manos estaban unidas. Desde mi posición no llegaba a entender lo que decían, pero veía sus labios moverse y sonreír, y un brillo especial en los oscuros ojos del anciano, que sólo estaba presente cuando hablaba con ella. De repente un ruido me sacó de mis pensamientos. El teléfono había empezado a sonar en el piso superior de la vivienda. Observé cómo mi abuela se levantaba. Miró a su marido y le comentó unas pocas palabras. Mientras el anciano la miraba con un brillo aún más intenso, la mujer subió las escaleras. La madera de los viejos peldaños crujió bajo sus zapatillas y me quedé contemplándola hasta que su frágil silueta desapareció en la oscuridad del piso superior. El sonido del teléfono cesó transcurridos unos pocos segundos.
Nos sentamos en la mesa del comedor. Todo estaba preparado para comenzar la cena. Charlábamos animadamente cuando, de pronto, el abuelo enmudeció. Se puso muy pálido. Me asusté y, rápidamente, me levanté de la mesa, me acerqué a él y le cogí la mano. “¿Qué te pasa, abuelo?”. El anciano intentó decir algo, pero no pudo. “¡Dime algo, por favor!”, le insistí. Al fin, una palabra consiguió salir de su boca. Aunque con voz entrecortada pronunció: “Amelia”. Aquella palabra hizo que mis padres se levantasen el asiento al instante. Era el nombre de mi abuela. Un aterrador pensamiento me cruzó la mente y empecé a correr escaleras arriba. “¡Teresa!”, gritó mi madre mientras iba detrás de mí. El corazón me latía a gran velocidad mientras subía los peldaños de dos en dos. Llegué al piso de arriba, abrí la puerta de la sala de estar y entonces lo vi. Noté como lo ojos se me llenaban de lágrimas y como los brazos de mi madre me rodeaban. Tras unos minutos en los que intenté calmarme, bajé de nuevo al salón. Miré a mi abuelo y me di cuenta de que no hacía falta decir nada. No sé cómo, pero el ya lo sabía. El anciano mantenía la mirada fija en el horizonte y las lágrimas estaban a punto de deslizarse por sus mejillas. Al contemplarlo, me invadió una sensación que nunca antes había tenido. Una sensación de impotencia y tristeza a la vez. Una sensación que nunca podré olvidar.
Hoy es Navidad. Han pasado ya tres años desde que ella nos dejó y aún sigo preguntándome qué pasó por la cabeza del abuelo en aquel instante. Por lo demás, él dice sentirse bien. Siempre ha sido un hombre fuerte. Sin embargo, no he vuelto a ver brillar sus ojos como aquella noche, Y tengo la impresión de que nunca volveré a ver esa mirada". (Iratxe Urrutia)
domingo, 11 de noviembre de 2007
Esa mirada
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2 comentarios:
soy Iratxe he encontrado d casualidad tu blog y m he sorprendido mucho d encontrar aquí mi relato!! jeje, supongo q lo leerias en mujer d hoy,no?
bueno, 1 saludo
Hola. Sí que lo leí en mujer dhoy y lo guardé mucho antes de que se me pasara por la cabeza escribir mi blog porque me encantó. Me alegro de que hayas encontrado mi blog por casualidad y lo hayas visto. Gracias
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